UN FUTURO
PARA LOS
BOSQUES

Hoy es
mañana

Es como si los bosques gritaran por ayuda. Unos lo hacen con más intensidad, pero todos por culpa de una depredación que, en el caso del Perú, sumó ciento cuarenta y siete mil hectáreas solo en 2019, una superficie similar a la norteña ciudad de Trujillo. Se trata de un proceso crónico que se encuentra afectando a numerosas especies de plantas, animales y otros organismos. El combustible de semejante pérdida es la desaparición de valiosos ecosistemas naturales, que luego de ser quemados liberan carbono en la atmósfera y contribuyen en gran medida al cambio climático.

Ambos sucesos son atribuibles a un responsable común: el ser humano. Ni siquiera los escépticos, que cuestionan las predicciones del inminente desastre climático, ponen en duda la evidencia de que enormes áreas de bosques están desapareciendo a fuerza de una ambición que debe detenerse. Habría que ser de hierro para no verlo. Los bosques que cubrían las lomas andinas, en superficies de millones de hectáreas, ahora son bosques remanentes que solo subsisten donde nadie los alcanza. Los queñuales, esos árboles únicos capaces de crecer tan próximos a la nieve, perduran al borde de precipicios, sobre cerros apartados o en distantes cañones de piedra, lo mismo que sobrevivientes de un exterminio.

Detener la deforestación es una tarea que requiere apagar el combustible que la alimenta: la pobreza crónica y el bajo valor económico de los bosques.

El Perú es un país de bosques pero aún no se reconoce como país forestal. Su reto es lograr una extracción sostenible de los recursos del bosque.

La caza de subsistencia es una importante fuente de proteínas para los pobladores rurales de la Amazonía.

El cambio, lento y sin pausa, devino en la desaparición de los últimos bosques prístinos, que solo sobreviven en las llanuras amazónicas. Es una tragedia que no culmina con la pérdida de los árboles y de sus habitantes. La ironía de este fenómeno, sin embargo, es que el Perú es un país de bosques: más del 60 % de su territorio está cubierto de ellos, todos ricos en especies endémicas y ubicados en escenarios diversos como la Amazonía, los Andes y la costa. Una riqueza natural que lo convierte en el cuarto país en superficie de bosques tropicales a nivel mundial y el quinto en bosques primarios, en los que el hombre no ha intervenido. Sin embargo, esa condición es tan asombrosa como sensible, pues la pérdida de ese recurso único ocurre poco a poco, metro a metro.

Conforme los bosques desaparecen, se incrementa la temperatura de la atmósfera, debido a que las tierras que antes fueron de los bosques —transformadas en campos de cultivo, pastizales para el ganado, explotaciones mineras y centros urbanos— se convierten en nuevos emisores de dióxido de carbono. La tala rasa y quema de la Amazonía que se produce para la expansión de la agricultura ha generado, solo entre 2013 y 2017, la liberación hacia la atmósfera de aproximadamente cincuenta y nueve millones de toneladas métricas de carbono. Una poderosa e indeseable contribución a la emisión de Gases de Efecto Invernadero. Es solo la punta del iceberg. La pérdida de los bosques también se mide por la afectación a sus funciones biológicas, como ocurre en la selva baja y su capacidad para transpirar agua y alimentar los ríos voladores, esos torrentes que recorren miles de kilómetros y llueven sobre Bolivia y Paraguay, y aún más lejos, sobre la Patagonia.

Se trata de un prodigio recientemente documentado. Los árboles amazónicos sorben hasta mil litros de la humedad del suelo, la evaporan y la transfieren a la atmósfera. La cifra total resulta inimaginable: veinte mil millones de toneladas de agua dulce cada día. Por ello, perder los bosques significa debilitar la infraestructura natural que convierte a nuestro territorio en un espacio más resiliente ante el cambio climático. Un dato relevante, considerando que nuestro país es el tercero más vulnerable ante ese fenómeno global.

  • La crianza extensiva de ganado caprino es una de las principales causas de deforestación de los bosques secos costeros.

  • En la actualidad, la sociedad peruana otorga una mayor importancia a dos acciones esenciales para la reforestación: la restauración de los ecosistemas naturales y la recuperación de servicios ecosistémicos perdidos.

La deforestación es un hecho particular: no necesita de demasiado espacio para manifestar su fuerza nociva. En el Perú, por ejemplo, entre el 75 % y el 90 % de la pérdida de los bosques por año ocurre en superficies de menos de una hectárea. No es la única amenaza, ciertamente. La minería ilegal es otro cáncer devorador, porque escarba los suelos a un alto costo ambiental. En algunos lugares, en apenas semanas el bosque se convierte en una montaña de piedras lavadas que huelen a lodo y a combustible. La mitad de la destrucción de nuestra Amazonía ocurre en zonas que pertenecen al Estado, pero son áreas libres susceptibles de invasiones porque no presentan tenencia legal, es decir, no cuentan con un responsable que asegure la permanencia del bosque. Y el espiral depredador que empobrece nuestros recursos enriquece a unos pocos.

El narcotráfico es otro de los peores enemigos de los bosques y esto debería saberse: cada gramo de droga tiene un costo ambiental. Y ello tiene un efecto en el presente y el futuro de las personas, porque afectan beneficios que trascienden las mediciones económicas. La mayor parte de ellos —como la polinización, el control de la erosión o la provisión de agua limpia— tienen un valor que no puede reducirse a simples cifras y por esa razón pasan desapercibidos. En semejantes condiciones, hay que mirar a los bosques con otros ojos: unos más atentos al bienestar integral y la sostenibilidad.

Otra de las raíces de la deforestación es la asignación incompleta de derechos, ya sea a los pueblos indígenas sobre los bosques que habitan, pequeños productores forestales u otros usuarios del bosque. En la Amazonía, por ejemplo, aproximadamente el 42 % de la deforestación ocurre en espacios que no forman parte de parques nacionales o de los territorios de comunidades nativas. Ahí, se desliza una verdad lapidaria, tan alta como un árbol de castaño: la riqueza forestal del Perú debe blindarse con recursos y con seguridad jurídica, lo demás es sembrar en el viento.

  • En la selva baja, el fruto del aguaje (Mauritia flexuosa) es uno de los más consumidos. Su extracción sostenible representa un importante ingreso para miles de familias rurales.

  • El 90 % de la deforestación en la Amazonía peruana ocurre en áreas de menos de una hectárea, a manos de pequeños agricultores.

Pero la deforestación también tiene una dimensión doméstica, y hasta gastronómica, afectando directamente nuestros bosques secos. La receta tradicional del pollo a la brasa peruano dice que las resinas de ningún árbol perfuman mejor la carne que el del algarrobo. El humo que desprende mientras la cuece la vuelve jugosa por dentro y crujiente por fuera. ¿Quién podría imaginar que un antojo tan común impusiera un costo ambiental semejante? De un árbol adulto pueden extraerse hasta treinta sacos de carbón y cientos de hectáreas de algarrobo son arrasadas para surtir la demanda de las pollerías del Perú. Es lo único que queda en los bosques afligidos: las raíces enormes, esos dedos aferrados al polvo tan profundo, lo mismo que puños sin cuerpo.

El panorama es desolador, pero nuestro país no pierde el ánimo y se ha propuesto resarcir las agresiones y los daños. Aquí la conservación también tiene sus propias cifras, y son elocuentes. En los últimos diez años, el Perú ha resguardado cerca de tres millones de hectáreas de bosques comunales, un área casi tan grande como la superficie de Haití, como resultado de la implementación del mecanismo de incentivos para la conservación de bosques que impulsa el Programa Nacional de Conservación de Bosques para la Mitigación del Cambio Climático. En el caso de las áreas naturales protegidas, cuya mayor superficie está cubierta de bosques, el estado de su conservación alcanza el 95.97 %, aunque demandan mayores recursos para su preservación y estudio.

En la costa norte del Perú, una pequeña extensión de manglares provee de alimentos e ingresos a las poblaciones locales.

No es un deber únicamente del Perú. Se trata de una tarea planetaria cuyo éxito o fracaso será el éxito o el fracaso de todos. La ruta trazada por el Estado advierte que hace falta un esfuerzo articulado y conjunto, como las ramas de un árbol que crecen de un tallo común y se alimentan de la misma savia. Aunque existen ejemplos a replicar. En Huasta, en la región de Áncash, lo entendieron. Allí los campesinos reforestan las partes altas de las montañas con queñuales para protegerse del clima. Tristemente, descubrieron la relación que hay entre sus tradicionales prácticas agrícolas y la escasez de agua por culpa del cambio climático. Ahora, cada tanto, las mujeres y los hombres del distrito suspenden sus labores cotidianas y caminan juntos hacia las laderas apartadas para sembrar esos árboles, que tardarán años en crecer. Un lema que aprendieron y que repiten entusiastas suena como una lección para todos en el Perú: ante la certeza de lo que ocurre, no hay tiempo para el pesimismo.

Las áreas naturales protegidas siguen siendo una pieza fundamental de la estrategia de conservación de los bosques. Más de 16 millones de hectáreas han sido protegidas en el Perú. En la foto, guardaparque patrullando.

Perú: el reto constante de entender el valor de los bosques

Un desenlace sorpresivo, insólito, quizá aleccionador. Tal vez sea así el final del segundo capítulo del siglo XXI. Un virus, como el COVID-19, ha evidenciado la fragilidad de un mundo que considerábamos altamente tecnológico, seguro y eficaz. En estas circunstancias aparece la necesidad de un cambio de estilo de vida, de crear, en poco tiempo, novedosas formas de relacionarnos con lo que nos rodea y valorar lo que siempre estuvo ahí: la naturaleza, en especial los bosques, aquellos ecosistemas que protegen la vida y a los cuales no les habíamos prestado la debida atención. Afortunadamente, es una misión que, en el caso peruano, tiene en su itinerario un cúmulo de experiencias que datan de décadas atrás.

En nuestro país, esta historia de los bosques comenzó hace treinta años con una silenciosa y continua transformación: del cuidado pasivo, similar al trato que recibe una pieza de museo, se pasó a una conservación activa, atenta a sus procesos naturales que luego se conectó con procesos de producción autosostenibles. No fue un fenómeno mediático, ni siquiera apareció en Internet, pero es innegable su impacto en el bienestar de millones de personas, inclusive en quienes viven en las grandes ciudades lejanas a los bosques. De hecho, recoge los valores que nos legaron nuestros antepasados precolombinos: hombres y mujeres que se acercaron a la naturaleza con un sentido de respeto y reciprocidad. Un pensamiento que podría expresarse con estas palabras: si en sus territorios se crea y genera la vida, si somos un todo con ella, corresponde cuidarla, protegerla.

Hoy sabemos que los bosques son más valiosos en pie y entendemos que sus complejos ecosistemas no son tierras ociosas, sino que se expresan de una manera cambiante y particular, distinta al funcionamiento productivo de aquellos suelos con capacidad natural para la agricultura, ganadería u otras actividades. Atrás quedó la rígida mirada hacia la naturaleza como un obstáculo, para dar paso a la expansión agropecuaria de los campos. Era cuestión de tiempo: tarde o temprano, los hombres, como las especies vegetales y animales, también evolucionan.

La castaña es el fruto de los árboles de castaño (Bertholletia excelsa). Estos crecen en forma silvestre en la Amazonía sur del Perú y brindan trabajo a miles de familias.

Para hacer camino con esa nueva orientación había que establecer coordenadas claras para todos. Era preciso sentarse a conversar, pero sobre todo escuchar. Saludar lo conseguido, pero también ser honestos y reconocer que existía mucho por hacer. Aquellos diálogos tuvieron como actores a la sociedad civil, el Estado y especialmente a las comunidades campesinas e indígenas que, aún en condiciones de vulnerabilidad, son históricamente las guardianas de nuestra biodiversidad. El resultado fue un renovado ordenamiento jurídico que incluye la Ley Forestal y de Fauna Silvestre. Esta es una norma con una mirada integral que reconoce a los bosques peruanos como territorios donde pueden generarse actividades productivas sostenibles en el corto y largo plazo. A ese documento se le suma la Ley Marco sobre Cambio Climático que considera la conservación de los bosques como una medida prioritaria para combatir la problemática ambiental. Elaborar ambas, más que un logro, abre una serie de misiones. La principal es también la más compleja: el cambio de paradigma sobre el cuidado y aprovechamiento de los bosques.

Los bosques cumplen una función siendo bosques. No hay que intentar convertirlos en otra cosa, hay que entenderlos y articular nuestras necesidades a lo que son. Los ocho millones de hectáreas deforestadas en el Perú, un territorio más grande que Costa Rica, son precisamente la manifestación de lo contrario, de no comprender sus necesidades y solo atender las nuestras. La de antes era una perspectiva casi arcaica, que solo asociaba los bosques con la tala o la explotación minera desmedida. Esta mirada ha puesto en peligro a diferentes especies —muchas de ellas endémicas—, dejando de lado sus características de favorecer la polinización, o incluso de ser aliados en el cuidado de la salud. Un ejemplo es la quina, aquel milagroso árbol donde se encuentra la quinina, una sustancia utilizada contra la malaria o paludismo.

Las poblaciones de muchas especies de animales han sufrido drásticas reducciones en las últimas décadas. Promover su recuperación es vital para la conservación de los ecosistemas en nuestro país, así como el bienestar de las poblaciones locales, que muchas veces dependen de estos recursos para sobrevivir.

Pero el bosque también otorga segundas oportunidades. Aunque parezca una paradoja, las áreas ya deforestadas o degradadas por el hombre, pueden convertirse al mismo tiempo en barreras naturales capaces de impedir que más bosques se pierdan, mediante su adecuado uso en agroforestería, ganadería intensiva y otras actividades propias de estos espacios ya trabajados. De esta manera, se reduce la presión sobre los bosques porque ya no será necesaria la búsqueda de nuevas tierras para producción, y las áreas que fueron deforestadas podrán recuperar su relación armónica con el entorno; de tal forma que el paisaje en su conjunto contribuya a brindar beneficios ecológicos, sociales y económicos, en especial para las poblaciones que viven y dependen de los bosques.

Esa es la estrategia que impulsa el MINAM, a través de iniciativas que cuentan con el financiamiento de la cooperación internacional y en articulación con otros sectores como MIDAGRI, PRODUCE, y los gobiernos regionales y locales.

El cambio estará lleno de retos, pero es esperanzador encontrar avances notables. Tal vez el más importante sea el fortalecimiento de las labores de cooperación entre los ciudadanos y las instituciones públicas, lo cual ha derivado en proyectos innovadores como la marca Aliado por la Conservación, que pone en valor el uso sostenible de los recursos de las áreas naturales protegidas por el Estado. Es un sello que une los relatos de crecimiento de emprendedores de bienes y servicios. Personas que generan nuevas experiencias de bienestar a través de sus productos orgánicos o servicios ecoturísticos. Como aquella, existen otras iniciativas como la certificación FSC, que valida el manejo ambiental responsable en el sector forestal o emprendimientos con una visión de cuidado de la biodiversidad; tal es el caso de Evea Eco Fashion, empresa que produce calzado con biomateriales como el caucho silvestre. De eso se trata: establecer una economía alineada con el medio ambiente que promueva una relación positiva entre las personas y la naturaleza. Entender que los bosques contribuyen al crecimiento económico y la reducción de la desigualdad, a un porvenir sin pobreza, con un entorno saludable. Por eso resulta importante que reconozcamos las potencialidades, así como las limitaciones de aquellos ecosistemas: algunos, como los bosques altoandinos y montanos, serán sensibles a la sola presencia del hombre, quien puede generar estragos irreversibles; en otros, como los de la selva baja, se podrán desarrollar, con la regulación del Estado y los estudios ambientales pertinentes, relaciones productivas amigables con el ambiente, que favorezcan la mitigación del cambio climático. El horizonte es claro como el cielo de los Andes: debemos convertirnos en socios de los bosques, en sus más diligentes protectores.

Esa nueva dinámica de vida requiere que el Estado continúe fortaleciendo su liderazgo, con brazos institucionales que trabajen en equipo con la sociedad civil y las comunidades indígenas. En esa misión, uno de los actores claves ha sido el Programa Nacional de Conservación de Bosques para la Mitigación del Cambio Climático, una entidad que en su propio nombre declara su razón de ser y, desde una perspectiva de servicio público, posiciona al Perú como uno de los países más comprometidos con reducir la contaminación y proteger su biodiversidad. En sus diez primeros años, los avances del Programa son más que prometedores: van desde entender los ecosistemas y sus procesos biológicos, hasta explorar sus procesos productivos, los cuales pueden cambiar e impactar, radicalmente, en el destino de las personas. Esto que parece un slogan, no lo es; es una realidad que se asienta en los 2 934 713 de hectáreas de bosques conservadas hasta el momento y en las 21 920 familias de comunidades nativas y campesinas involucradas en actividades productivas sostenibles. Como dicen, un país es también un conjunto de historias de crecimiento.

Estos logros trascienden su propia naturaleza y pueden saborearse en la lengua y palparse con los dedos, como sucede con el cacao que producen las comunidades del pueblo Yanesha, en la vertiente amazónica de la región Pasco. Se trata de un producto elaborado con prácticas de aprovechamiento sostenible con una perspectiva de bosques en pie y cero deforestación, una condición que, en la actualidad, es admirada y exigida por miles de consumidores nacionales y extranjeros. Es un manjar exquisito y muy valorado en distintas latitudes, al punto que fue premiado en el XIII Concurso Nacional de Cacao de Calidad. En todo ello, hay una verdad tan sobresaliente como el gigante tronco de los romerillos: es posible desarrollar cadenas productivas sostenibles que no dañen el planeta. Varios países lo entendieron muchos años atrás. Un grupo de ellos, pertenecientes a la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económico (OCDE), en el que Perú busca ser miembro pleno, establecen requisitos de sostenibilidad en los productos y servicios que ingresan a sus mercados.

El aprovechamiento sostenible de los recursos del bosque, antes que agotarlos, favorece su conservación.

Estos cambios globales suceden en un momento delicado para la humanidad. La pandemia ha evidenciado más la necesidad de transformación en nuestra forma de vivir, incluso lo dañino que nuestros hábitos de consumo pueden ser; y frente a ello, el cambio climático no ha parado. Ya no solo se trata de sequías inusuales, oleadas de calor que sobrepasan picos históricos o deshielos que, silenciosamente, cada vez se aceleran más. Ahora, la naturaleza nos alerta sobre la propagación de enfermedades generadas por virus de la fauna silvestre. Cuando el hombre convierte bosques en zonas de crianza de ganado o áreas urbanas, se acerca mucho a los animales salvajes, aumentando las posibilidades de generarse diversas zoonosis; es decir, enfermedades infecciosas que esos animales transmiten a los seres humanos. Todo ello nos habla de la necesidad de contar con ecosistemas forestales sanos, de evitar su invasión y degradación desmedida. El mensaje es para todos: el crecimiento debe adaptarse al desarrollo de los bosques y no al revés. Estos ecosistemas deben ser entendidos como un capital natural con innumerables beneficios para la sociedad, más allá de solo verlo como una fuente de madera. Es un aprendizaje para aplicar en el presente y el futuro, en el trazado de las nuevas rutas que tomará la economía nacional después de la pandemia.

Bajo esa perspectiva, hacia el 2030 el Perú tiene un norte trazado: asegurar la conservación de bosques, movilizando a todas las entidades competentes, porque no se trata solo de conocimiento técnico, sino del compromiso de actores estratégicos como el Estado, las ciudadanas y los ciudadanos, especialmente los miembros de las comunidades nativas y campesinas, poblaciones que viven del bosque y las instituciones privadas. Todos ellos unidos por un propósito mayor: proteger nuestro planeta, el hogar de la vida en sus millones de formas y de sus próximas generaciones.

Es esperanzador encontrar avances notables en la cooperación entre ciudadanos e instituciones públicas,

Hoy somos un país clave en la conservación de la biodiversidad global, el de las 91 medidas de adaptación de las cuales 12 corresponden a los bosques (parte de las 154 medidas elaboradas en el marco de las Contribuciones Nacionales Determinadas, conocidas como NDC por sus siglas en inglés); aquel que sigue reformulando y haciendo concreta su mirada sobre la importancia de los bosques, lo cual implica replantearnos constantemente la relación que sostenemos con ellos. Cuidarlos, ciertamente, pero también reconocer y poner en valor su gran potencial para el desarrollo integral y sostenible que todos anhelamos.