Aunque su nombre puede sugerir lo contrario, el bosque seco costero no es un ecosistema con ausencia de precipitaciones sino uno con lluvias intempestivas e irregulares. A veces, pasan hasta nueve meses sin que caiga una gota sobre estas frondas, que suponen una transición entre el desierto del sur del Perú y las selvas húmedas costeras de Ecuador y Colombia. Aquella inusual circunstancia tiene como responsable a la corriente de Humboldt, que en algún punto de la costa norte peruana gira al oeste y se lleva lejos su agitación helada. Un fenómeno que aumenta la temperatura del mar en las playas de Tumbesy Piura. Esa mayor temperatura permite que el sol evapore una cantidad suficiente de humedad oceánica y se formen nubes lo bastante grandes y pesadas. Entonces, la lluvia, que corre como arroyo entre diciembre y marzo, da origen al bosque seco.
Del fruto del algarrobo se prepara la algarrobina, de alto poder nutritivo, ingrediente de bebidas y de postres.
Dos tipos de floresta crecen en sus terrenos, una de valle y otra de colina. La diferencia entre ambas es sustancial: los depósitos de agua subterránea. En el valle, por ejemplo, el algarrobo llega a ella gracias a sus raíces de más de cuarenta metros. El vistoso ceibo, en cambio, usa otra táctica: su tronco en forma de giba se atraganta de agua como un dromedario. Y tiene una argucia para sobrevivir en los tiempos de sequía: en los meses más calurosos, cuando la temperatura asciende a los cuarenta grados centígrados y el bosque es del color del polvo, la fotosíntesis del ceibo sin hojas ocurre en su tronco verde. Es el mismo truco que practican los cactus, que además enrollan sus hojas hasta hacerlas espinas para punzar el viento y robarle algo de humedad.
Los cactus abundan en el bosque seco costero y alcanzan el tamaño de un árbol. En las florestas de la colina, donde no hay agua ni siquiera en el subsuelo, las ramas se deshacen de las hojas solo para que no traspiren y los tallos se cubren de espinas para impedir que los animales hambrientos se coman su corteza. En lo peor de la sequía, el bosque evita engullirse a sí mismo y las semillas hibernan bajo el sol intenso. Los nombres de los árboles suenan igual que un conjuro para llamar la lluvia: palo de vaca, amarillo, angolo, porotillo, guayacán, hualtaco, overal, huásimo, palo santo.
Oso de anteojos (Tremarctos ornatus). Era común en estos bosques. Ahora sobrevive en zonas restringidas.
Todo cambia con las lluvias de estación. El agua macera la dureza de los árboles y hasta parece que a las piedras les brotan raíces. Sobre ellas despuntan ramas y flores de todos los colores: rojas, azules, amarillas, blancas, rosas, lilas. Son brotes perfumados que liban moscardones, pájaros, murciélagos, todos con una avidez sin pausa, advertidos de que la lluvia pronto se evapora y el verdor se marchita. Sin embargo, entre los árboles del bosque seco costero, ninguno posee mejor aroma que el palo santo, que transpira una resina de incienso. En la época de las lluvias, la gente del norte quema astillas para espantar los zancudos y perfumar sus casas durante las vigilias de Semana Santa. Piensan que ese humo blanco y penetrante los protege de la tristeza. Son creencias tan arraigadas que quizá, irónicamente, han colocado a la especie en una situación de riesgo.
Un estado similar vive el algarrobo que, a pesar de su vulnerabilidad, sigue siendo el árbol milagroso que da forma a bosques uniformes en los valles; no se marchita ni pierde sus hojas, aun en los días más secos y ardientes. Alimenta a los herbívoros con sus hojas y semillas, a los insectos con sus flores dulces, y a las personas con su fruto, con el que se prepara la algarrobina, ese poderoso jarabe contra el decaimiento y la fatiga, ingrediente principal de bebidas y postres. Hasta la goma de su tallo sirve como tintura, y en las casas campesinas suelen poner un poco de ella en los rincones para espantar cucarachas y ratones.
Esta serpiente venenosa es endémica del bosque seco. Enroscada se puede confundir con hojas o piedras.
El secreto de su gracia es invisible: buscando agua, la raíz del algarrobo crece muy rápido. Es un árbol topo, un superviviente cuyo tallo en cambio crece en cámara lenta, apenas unos centímetros cada año. Se necesita medio siglo para que alcance diez metros y casi un siglo para que supere los quince. A esa edad, sus raíces tienen la forma de una catedral de termitas dentro del suelo duro, bocas alargadas y profundas que sorben el agua que ninguno más consigue. Y como si toda esa labor ecológica no fuera suficiente, otros árboles crecen en la floresta del valle, cerca de los algarrobos: sapotes, faiques y palos verdes.
El porotillo (Erythrina velutina). Tiene espinas cortas y anchas para evitar que los herbívoros lo muerdan.
No cabe duda que esa abundancia es atractiva para muchos animales, como el oso hormiguero, la pava aliblanca o el zorro de Sechura, un canino que disfruta tanto de la carne como de los vegetales. Antes, el bosque seco costero tenía un visitante recurrente: el oso de anteojos, quien llegaba desde las alturas para comer los frutos de la temporada lluviosa. Era el viento el que le llevaba el aroma de los frutos hasta los Andes, pero ahora parece imposible ver osos en sus terrenos. Por suerte, no todos los grandes mamíferos se han extinguido de estos suelos de arena y aún vagan pumas que olfatean el aire tras las pisadas de los ciervos y de los sajinos, esos cerdos salvajes de pelos erizados. La boa constrictora, que en el norte llaman colambo, también aprovecha la abundancia y aguarda, extendida en la ramas de los árboles, a sus presas.
Pronto todo parece raudal. En el cielo vuelan miles de aves: gavilanes, colibríes, lechuzas, carpinteros, águilas, pericos, zorzales, chisco y, a veces, gaviotas empujadas por el viento desde la costa. Entre los más pequeños se encuentra el cortarrama peruano, endémico de estos bosques, lo mismo que otros cincuenta pajaritos, la cifra de endemismo más alta en el Perú de las aves. En este lugar, seco no significa estéril, no aquí, aunque no caiga una gota de lluvia en nueve meses.
Langosta. (Tropidacris sp.). Es una de las más grandes del bosque seco. Su apetito es voraz.