En medio de los flancos central y occidental de la Cordillera de los Andes, entre paredes de roca que miden miles de metros de altura, discurre un valle boscoso y el río que lo nombra: el Marañón. De aguas turbias y veloces, arremolinadas en las gargantas estrechas, esta corriente de agua natural cruza la región de los pongos, esos nudos que conectan ríos y cuencas. Y en el caso del tortuoso Marañón lo empujan hacia su destino sobre el río Amazonas, que sin sus aguas no sería el gigante que es. Pero en Huari, en los límites de Áncash y Huánuco, el cauce del río se hunde casi dos kilómetros por entre el cañón de piedra.
Las paredes de roca encañonan el río Apurímac y en las riberas crece la fronda de un bosque seco.
Los bosques interandinos poseen laderas escarpadas de difícil acceso con afloramientos rocosos, donde en sus estratos superiores se asientan comunidades arbóreas, distribuidas de manera dispersa, y sometidas a sus propias leyes naturales. Los científicos creen que alrededor de cien de sus especies de plantas son endémicas y hasta veintidós de sus aves. Aquí viven el zorro andino, el oso de anteojos, el puma y hasta el otorongo se aventura desde la Amazonía. Las aves se cuentan por miles: águilas, pericos, guacamayos rojos y loros verdes, colibríes, zorzales, gorriones, perdices. Todos ellos son atraídos a un valle con dos tipos de climas: cálido y seco en las partes bajas, y templado y húmedo en las laderas.
Estos parajes se asemejan a las tierras perdidas de los libros de aventuras. Su monstruo temido es una serpiente, el jergón, la más venenosa de estos bosques, y la que causa más muertes. Puede ser marrón y verde, medir hasta un metro y quince centímetros, apenas lo mismo que un niño, y su veneno es letal.
Para los biólogos, el bosque del Marañón es una ventana a un mundo prehistórico. Su apreciación parece justificada: un estudio genético revela que muchas de sus plantas endémicas son producto del aislamiento que les impuso el levantamiento de los Andes. Lo mismo ocurrió con pájaros y reptiles, incapaces de sortear las altas paredes de roca. Cada año los investigadores hacen nuevos descubrimientos de especies endémicas.
Lo que antes fueron bosques, ahora son árboles aislados.
Algunos de estos árboles solo sobreviven por la utilidad que le ofrecen a las poblaciones locales.
Los árboles más comunes de este bosque son el guayacán, el pumaquiro y el nogal, del que se cortan tablones para hacer muebles, ventanas y puertas. Pero el más apreciado por los colonos es el pisonay, al que la gente del Marañón casi considera un miembro de la familia por todos los beneficios que les ofrece. Ellos lo cultivan para alimentarse con sus frejoles gigantes, del tamaño de limones y concentrados de proteínas. Hombres y mujeres los muelen para hacer harina y alimentar vacas, chivos, cerdos y gallinas. Hasta los perros se comen aquello a toda prisa. Pero el fruto del pisonay también sirve para hacer encurtidos y sopas. Es, además, un aliado de la medicina, al ser un remedio contra la disfunción renal y la osteoporosis.
En este bosque interandino, donde la bougainvillea trepa los troncos y florece en cascadas sobre los árboles, se oyen nítidas aves endémicas como la cotorrita enana o el zorzal del Marañón, los insectos y a veces el rugido de las fieras, como hace millones de años, antes del cataclismo que encumbró los Andes. No es el único ecosistema de su tipo, ciertamente. En otras zonas al sur del Perú también crecen otros bosques interandinos. Son arboladas secas, o semisecas, en las regiones de Huánuco, Junín, Huancavelica, Ayacucho, Apurímac y Cusco. Se alzan a lo largo de todo el relieve, e incluyen laderas, fondos de los valles y cumbres. Son bosques densos de árboles de tara, chachacomo, huaranhuay, mistol, pati, y el pisonay bajo, en cuyas frondas vagan tarucas y guanacos, las presas preferidas del puma, que también ronda por aquí, atento y agazapado.
Algunos de los árboles de pisonay más grandes ya no están en los bosques sino en las plazas de los pueblos.
El colibrí agita sus alas unas ciento cuarenta veces por minuto. Puede vivir hasta cuatro años.